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MAXIM VENGEROV
MAXIM VENGEROV
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13 mars 2008

¿Maxim Vengerov o los Tucanes?

maxim

¡Oh, radios nuestras de cada día! Convierten nuestras casas, buses, taxis o vehículos y hasta centros de trabajo en basureros acústicos. Sí, escuchamos cualquier melodía tóxica contrabandeada como moda.

Hoy pululan en el dial los grupos que cantan a la droga, donde los narcos suenan a héroes y el sexo a quemarropa es una de las mejores virtudes de este siglo vacilante: la barbarie en las prisiones de Irak y sus justificaciones de frac.

La radio se supone es un soporte de la educación. Hay slogan que le cantan a sus beneficios, pero por lo general, sus programadores diseminan todo el día maleficios.

Son escasas las emisoras que mantienen un compromiso con el oyente, pero, si hacemos una encuesta con los radioescuchas, y preguntamos cuántos han escuchado al violinista Maxim Vengerov, tendremos que aceptar la falta de responsabilidad social de estos medios.

Pienso que no se debe darle al radio auditorio programaciones descafeinadas, pero el menú actual de las estaciones es a base de “comidas chatarras”: resultado, unos consumidores de gustos muy fofos.

El público merece más atención, más respeto y darle también momentos de placer estético. No es posible que un programador de radio no se sienta impactado por un hombre como este ruso. Y si no hay sensibilidad, cómo es posible que una piedra -“que ya no siente”- dirija y administre el gusto ajeno. Sin duda, una suprema irresponsabilidad de parte de los dueños de emisoras.

Común es la queja de nuestros artistas, de nuestros compositores, que son buenos además, cuyas creaciones son despreciadas. Mientras Katia Cardenal es reconocida en países nórdicos, las estaciones locales ignoran su música. La Camerata Bach dispone de un valioso repertorio prensado en disco, pero los programadores suenan a “Los Tucanes”. ¡Oh, Dios!

Lamento que no se le entregue a nuestros niños y adolescentes, ya no digamos jóvenes, la posibilidad de conocer a un maestro que ya es una leyenda cuando su calendario todavía no ajusta 30 años.

Maxim Vengerov, nacido en 1974 descolló desde los primeros años de la infancia a un ritmo que ni sus padres entendían. Un caso de prodigio en pleno siglo XX, cuando inverosímiles biografías como las de un Amadeus ya adquirieron el tamaño indefinible del mito.

La maestra de música de esta criatura llegó a afirmar que Maxim nació con un violín. A los cuatro años, con su instrumento en ristre, adquirió todo el estilo que ya a los 12 años, la edad de la técnica, sería imposible de asimilar.

Su padre era el que tocaba el oboe. Un día, cuando lo llevó su mamá donde practicaba la sinfónica, lo buscó ansioso, pero sólo se encontró con músicos erizados de violines. El del oboe está al fondo, le dijeron.

El director invitó al pequeño: Es hora que aprendas, para jubilar a tu padre. El replicó: “No, yo quiero ser violinista para que me vean”.

A Maxim lo vi un día de estos en un canal, casi a la media noche, pero su talento era tan magistral que sus notas, su manera de construir la música, mantenía a raya cualquier sueño desperdigado por ahí.

Quienes lo oyen, pero sobre todo, los que lo ven, salen convencidos de que una de las primeras creaciones es la música: armonía es su nombre. El oyente queda impresionado por su noble y violenta ejecución: hay un eco ilustre del pasado clásico, de los más grandes de la música de todos los tiempos, sólo que él, a pesar de su música hecha de sabiduría, es capaz de desinfectar con la belleza de las inmortales piezas a cualquier público enfermado por Los Temerarios o Los Tigres.

Me pregunto: ¿qué habrá en este violinista, que tiene cautivado Europa y Norteamérica (incluyo Canadá a como debe ser) y ha convencido a la UNICEF para delegarlo como un embajador especial?

Los niños quisieran tocar como él y Maxim logra el inusual milagro de que ellos tomen las notas, se las echen en el bolsillo y queden para siempre seducidos por la maravilla de meter la mano a los recuerdos incipientes y disfrutar de su arte increíble.

Hace campanas y catedrales, palacios y avenidas, dramatiza las composiciones de Brahms, se vuelve en un frenético ejecutor que siente, vive, goza y sufre en carne propia las partituras y el público entonces no tiene más remedio que admitir que Maxim es la música en persona.

Sería notable que nuestras emisoras hicieran cultura al menos una hora al día o diseminarla en toda la transmisión para usar mejor la energía eléctrica, porque si el gobierno se niega a entregar lo que corresponde del 6 por ciento a las universidades y cada año 800 mil cipotes quedan fuera del sistema educativo, no puede ser que los empresarios radiales rematen al pueblo con “Priscila y sus balas de plata”.

Por supuesto, no he hablado de Radio Güegüence.

Edwin Sánchez, El Nuevo Diario (Nicaragua), 07/06/2004

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